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TEATRO EN LA PLAZA

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Padre y yo habíamos pasado el día escardando la tierra. El calor ya apretaba y a la mies, casi lista para la siega, había que librarla de las malas hierbas. Cuando llegamos a la casa para el almuerzo, madre nos dijo que el pregonero había anunciado para esa noche una función en la plaza.  -¡Lo habrás entendido mal, mujer! -dijo padre, levantando la voz- Las funciones son en agosto, para las fiestas. -No, Manuel; lo ha dicho bien claro. Esta noche, en la plaza. Vienen gentes de Madrid. Es un teatro para educar al pueblo –replicó ella, mientras servía el cocido- No son titiriteros ni comediantes. Son señores de estudios. -Educados ya somos, madre –intervine yo- Yo no le falto el respeto a nadie. -Educados, educados… ¿Qué sabemos: cuatro letras y los números? Eso es lo que sabemos aquí: “Sí señor, lo que Vd. mande, señor”. Esa es la educación que hemos mamado –seguía madre, mientras padre sorbía el caldo-. Ahí quedó la cosa hasta que a media tarde llegaron dos camiones y var

GANGA Y MENA

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El paisaje de la Sierra de Almagrera sigue siendo dramático y potente; el ocre de su tierra árida torna a dorado y, en ocasiones, a azulado por los caprichos de un sol inclemente. Por esos riscos, hace más de ochenta años, él iba y venía a diario, conduciendo una reata de mulos, de cuyos serones rebosaban quintales del mineral recién extraído, camino de los lavaderos y de las plantas de tratamiento donde se separaban la ganga y la mena. No alcanzaba los dieciocho años y hacía casi diez que faenaba de igual manera. Era   noble y tenaz; por sus venas corrían la plata y el plomo que aquella sierra guardaba en sus entrañas y por la que, a lo largo de los siglos, los hombres habían entregado su salud e incluso la vida. No sabemos lo que pensaba pero sí lo que veía: tierra yerma a ambas orillas del cauce seco del río Almanzora, de la que no asomaba más que esparto, cardos y chumberas. Tierra maldita que la lluvia no visitaba más de una vez por década, llevándose entonces to

HÁBITO PENITENCIAL

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La guerra apareció en su casa una tarde de julio. Nada se sabía de ella en aquella aldea donde el tiempo parecía haberse mineralizado a la par que la pirita que sus vecinos extraían y acarreaban de las entrañas de la tierra. El alguacil le entregó un oficio que tuvo que leer por ella: la quinta de su hijo mayor había sido movilizada. Esa misma noche, su marido y su hijo, en un carro tirado por dos mulos, partieron hacia la capital de la provincia para su alistamiento. Había preparado el zurrón del hijo con un par de mudas y una de las fotografías que, en la última fiesta de la Virgen de la Candelaria, les habían tomado. También contenía una hogaza de pan, tocino y longaniza de la última matanza. “Que Dios y la Virgen te acompañen, hijo” –lo despidió, sabiendo ya lo que a la mañana siguiente tendría que hacer- Se acercaría a la Ermita y haría “promesa”; después la costurera cortaría y cosería el “hábito del Carmen” que vestiría el resto de sus días si el hijo sobrevivía a aquella guer

30.000 PIES

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El vuelo Madrid-Santiago de Chile suele ser nocturno. Una vez se alcanza la altitud de crucero, tras el servicio de la cena, se atenúan las luces de cabina, lo que permite disfrutar de un largo sueño que hace más cortas las trece horas de vuelo. Esa era la rutina que seguía Javier en sus frecuentes viajes intercontinentales. Su vecina de asiento ese día necesitaba combatir la ansiedad que, al parecer, le producía volar con una casi frenética actividad: comer, leer, hablar, moverse… ¡Vaya vuelo que me espera…! –pensó Javier, tratando de acomodarse en el asiento ya convertido en cama- -Me llamo Valeria –oyó- ¿Le importa si hablamos un rato? Perdone, pero es que… lo siento, le estoy molestando. -No, claro que no… ¿le ocurre algo? –contestó, al tiempo que restablecía la posición vertical de su butaca- -Volar, me da miedo volar… Bueno, miedo no, pero no lo puedo remediar. Si me duermo pienso que… -Ya. En el fondo, creo que todos lo pensamos: ¿por qué vuelan los aviones? En estos vuelos, ad

SIEMPRE HAY UN PORQUÉ

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No sé por qué he elegido viajar en tren; lo lógico hubiese sido hacerlo en avión. Voy ligero de equipaje y tengo prisa por llegar. Lo cierto es que aquí estoy, con siete horas por delante hasta alcanzar la frontera. Allí me apearé, la cruzaré a pie arrastrando mi maleta y tomaré el primer tren que me aleje del que hasta ahora ha sido mi mundo.  Pienso que ha ido estrechándose cada vez más, hasta sentir cómo oprime mi cuello. Mis sentidos aborrecen todo cuanto veo, cuanto oigo. Hasta mi tacto ha perdido la superficie que tan bien conocía, en la que me solazaba. Ya nada sabe igual.  Pero no quiero darle un carácter épico a este viaje. Nada que ver este moderno tren con aquellos en los que tantos otros antes que yo recorrieron este trayecto, acuciados por trances y miserias superiores a la mía. Lo mío, al fin y al cabo, no es más que una postura de carácter moral; o, quizás, la demostración de mi incapacidad para enfrentarme a lo que tanto desprecio. Hasta cobardía podría llamars

EL PRIMER VIAJE

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Fue tu primer viaje. Los casi mil quilómetros que separaban el origen y el destino no era la mayor distancia a recorrer. Esta había que medirla por las enormes diferencias entre un norte que empezaba a aliviarse –al menos en lo material- del luto de la guerra y aquel sur que, aún bañado por el mismo mar, permanecía inalterado en lo esencial.  Tus padres, tu hermana y tus abuelos paternos viajaron en automóvil. Tú lo hiciste en un autobús de línea con tu tía Isabel, hermana de tu madre. Dieciséis o diecisiete horas de trayecto del que poco recuerdas, salvo que, en alguna de las paradas, allí estaban tus padres esperándoos para asegurarse de que os encontrabais bien. Ellos hicieron noche en la provincia de Alicante, no sin antes encomendaros a una conocida que viajaba con vosotros. Ella os daría cobijo esa noche en casa de su familia a la que iba a visitar. A vuestra llegada a Cuevas del Almanzora, casi de madrugada, la esperaban no menos de diez personas, familiares y allegados

LA MAESTRA

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  La Maestra   Cuando llegaba el buen tiempo pasaba las tardes en la mecedora, bajo la parra que cubría el porche. Siempre tenía a mano una toquilla por si refrescaba. Mientras esperaba la llegada de su sobrina, paseaba la mirada por el huerto ahora marchito y, sin la nitidez de antes, veía los frutales que su padre había plantado cuando ella era niña. Sonreía pensando qué de esos árboles, como de su vida misma, poco fruto cabía ya esperar.  "Doña Margarita, doña Margarita" -oía las voces de los cientos de niños que en su memoria la acompañaban- "Nunca estoy sola" -se decía- "Ellos están conmigo, sigo corrigiendo sus dictados y redacciones. Y...¡el latín! ¡Qué disgustos me daban con el latín" Los veía con su pantalón corto, las rodillas magulladas, las manos manchadas de tinta; en invierno, con sabañones y acercando las manos a la estufa de leña. Siempre, en los recreos, asomados a la valla del patio de las niñas.  Había tratado de contagiarle